Ramiro Gil habla sobre "El Archivo de la Abuela"
Diría que El Archivo de la Abuela es una historia sobre la memoria y la verdad, contada desde lo más íntimo: el duelo de una nieta que, tras la muerte de su abuela, descubre un archivo secreto de cintas y diarios cifrados. Pero lo que empieza como un acto de nostalgia se convierte en una investigación que sacude toda su vida.
A través de esa búsqueda, la protagonista y su primo se adentran en un pasado lleno de sombras —la Galicia artística y política de los setenta— donde nada es exactamente lo que parece.
Más que un thriller, es una reflexión sobre cómo recordamos, cómo manipulamos los recuerdos y cómo el pasado sigue escribiendo el presente incluso cuando creemos haberlo enterrado.
Nació de una imagen muy concreta: una caja metálica olvidada en un desván. Dentro había fotografías, negativos, cartas y una vieja bobina de Super-8. Esa imagen me persiguió durante días. Pensé en todas las historias que podrían esconderse dentro de una caja así, en lo que significa abrirla cuando quien la guardó ya no está para explicarse.
También me interesaba la idea del archivo como un ser vivo: algo que respira, que cambia, que manipula a quien lo consulta.
El impulso inicial fue casi emocional: la curiosidad de un nieto que, al intentar comprender a su abuela, acaba descubriendo a una mujer que fue mucho más de lo que él imaginaba. De esa emoción nació todo lo demás: la estructura, los personajes, la atmósfera.
Para mí, Galicia es un personaje más. No solo por su paisaje físico, sino por su densidad emocional. La lluvia, la piedra, la niebla, los muros húmedos… todo en Galicia tiene memoria. Allí, el tiempo parece avanzar más despacio y las ausencias pesan distinto. La historia transcurre entre Santiago, la Costa da Morte y los viejos pazos del interior. Son escenarios cargados de historia, belleza y misterio. Cada lugar de la novela funciona como una cámara de eco del pasado.
Yo quería que el lector sintiera el peso del clima, que la humedad y el silencio fueran tan importantes como los diálogos. Galicia tiene una manera muy particular de mirar la muerte y el recuerdo; es un territorio donde lo invisible forma parte de la vida cotidiana. Eso impregnó la novela desde el principio.
Irene, la narradora, es fotógrafa, y su forma de mirar el mundo lo condiciona todo. Es obsesiva, perfeccionista, y tiende a interpretar la realidad como si fuera una imagen que puede revelar o manipular. Esa mirada es su talento… y su trampa.
Ella no miente, pero su percepción está contaminada por la pérdida, la ansiedad y la necesidad de entender. Eso la convierte en una narradora poco fiable, y a la vez muy humana.
Luis, su primo, es su contrapunto: racional, analítico, un programador acostumbrado a buscar lógica donde Irene solo ve sombras. Juntos representan dos modos de mirar la verdad —uno emocional, otro técnico— y la tensión entre ambos impulsa la historia. A medida que avanzan, su relación se transforma. Lo que los une no es solo la investigación, sino la necesidad de reconciliarse con su propio pasado familiar.
Aurora es el eje invisible de la novela. En apariencia, ha muerto al comenzar la historia, pero su presencia es constante. Fue una artista en una época en que serlo, y ser mujer además, era una forma de resistencia.
Ella representa a toda una generación que vivió entre el miedo y la creatividad, entre la censura y la necesidad de expresarse.
A través de sus diarios y las cintas, descubrimos no solo su pasado, sino cómo su visión del arte estaba ligada a la verdad. Aurora no quería ser recordada: quería ser comprendida.
Sin hacer spoilers, diría que su inteligencia y su capacidad para manipular el relato están en el corazón del misterio. La abuela no es víctima ni heroína: es autora, incluso después de muerta.
La memoria, el arte y la familia.
La memoria porque todos construimos versiones de lo que vivimos. Y cuando esas versiones se enfrentan —como en una familia—, aparecen las grietas.
El arte porque en la novela es tanto refugio como espejo. A través de la fotografía, la pintura o las falsificaciones, se explora cómo la belleza puede ocultar una verdad incómoda.
Y la familia porque es el primer archivo que todos heredamos. Crecemos interpretando los silencios de los nuestros, repitiendo patrones que ni entendemos.
La novela trata de esa herencia invisible, de lo que se transmite más allá de las palabras. En el fondo, todo el libro es una pregunta: ¿qué parte de lo que creemos recordar es realmente nuestra?
Largo y obsesivo, como el de Irene con sus fotografías.
La escribí con estructura cinematográfica: cada capítulo funciona como una escena, con ritmo visual y emocional. Quería que el lector "viera" la historia, que pudiera oír el zumbido del proyector y sentir el frío de las calles de Santiago.
Investigué sobre restauración de cintas Super-8, sobre los talleres clandestinos de arte en la Galicia de los setenta y sobre los procesos de falsificación de obras. Pero sobre todo investigué emociones: el duelo, la culpa, la necesidad de entender a quien ya no puede explicarse.
La documentación técnica fue el andamio, pero el corazón de la historia es humano.
Porque todos somos narradores poco fiables de nuestra propia historia. Me interesa cómo el recuerdo se deforma con la emoción.
Irene ve el mundo como un negativo: cada vez que revela una imagen, surge algo inesperado. Su mirada está distorsionada por el dolor, por la medicación, por la soledad, pero también por una sensibilidad que la hace especial.
Usé esa voz como herramienta de suspense: el lector comparte su punto de vista, pero no puede confiar completamente en él. Eso genera ambigüedad, y esa ambigüedad es la esencia del thriller psicológico.
La historia se convierte, así, en una investigación doble: la del archivo… y la de la mente de Irene.
El suspense nace de la duda, no del miedo. Prefiero la tensión emocional al sobresalto. No hay monstruos externos, sino el miedo a descubrir lo que uno mismo ha hecho o callado. Los sabotajes, las amenazas, los "accidentes" que sufren los protagonistas están diseñados para hacerles —y al lector— dudar de todo.
Cada obstáculo parece un ataque, pero con el tiempo descubrimos que quizá alguien los está guiando.
El suspense no busca asustar, sino implicar. Quiero que el lector sienta la misma incertidumbre que Irene, que dude de sus sentidos y de su memoria.
Ojalá una mezcla de inquietud y ternura.
La novela no pretende ofrecer respuestas, sino abrir preguntas sobre cómo gestionamos el pasado. Todos tenemos un archivo personal: una caja, una carpeta, un puñado de fotos que preferimos no revisar.
El Archivo de la Abuela invita a hacerlo, pero con cuidado: mirar el pasado puede sanar o destruir, según la luz con la que lo enfoques.
Es una historia sobre reconciliarse, sobre entender que la verdad no siempre libera, pero comprenderla sí.
Y, por encima de todo, sobre cómo el amor puede ser una forma de supervivencia.
Diría que es la historia de cómo una familia descubre que el pasado nunca se pierde: solo cambia de forma.
O, si lo resumiera de otra manera: es una novela sobre la luz, la memoria y las mentiras que guardan las imágenes.
"Es una novela sobre la luz, la memoria y las mentiras que guardan las imágenes."
— Ramiro Gil